Comentario
Situados en el centro de la península, comprendían un vasto territorio de 24.000 kilómetros cuadrados distribuidos entre las regiones del Lacio, la Umbría, la Marca, las Legaciones de la Romaña, Bolonia y Ferrara, con las ciudades de Benevento y Pontecorvo, lindantes con el reino de Nápoles, habitado a comienzos de la centuria por más de 300.000 personas. A nivel político se gobernaban por un sistema muy peculiar, parecido a una monarquía teocrática donde el sistema electivo permitía la aparición de facciones y grupos dentro de la Iglesia, así como interferencias de las naciones católicas europeas en los cónclaves. La administración estaba muy centralizada y burocratizada aunque pervivían ordenamientos particulares en algunas ciudades -Bolonia hasta 1780 tuvo su propio Senado y un embajador ante el Papa-, y los cardenales enviados a provincias acumulaban poderes casi ilimitados, además de subsistir un poder feudal y poderoso en algunas zonas, en la que se instauró un sistema absolutista. Un grave problema que hubo de afrontarse en esta época fue el permanente déficit financiero debido a la crisis económica, cuando además el dinero que venia a Roma procedente de los Estados nacionales había sufrido un profundo recorte por los gobiernos regalistas, y la incapacidad de aquéllos de adoptar medidas urgentes que acabaran con la situación. Otro problema constante fue las relaciones del Papado con los Estados europeos, condicionadas por dos factores: la presión de las potencias extranjeras en los asuntos italianos y la conversión de Italia en escenario bélico cada vez que estallaba un conflicto internacional con sus secuelas subsiguientes (por ejemplo, en el curso de la Guerra de Sucesión polaca se rompen las relaciones con Nápoles, Madrid y Lisboa), y la creciente pérdida de influencia de la Iglesia en Europa por la irrupción del regalismo y los avances del laicismo. Este segundo factor, nuevo en el período, origina momentos de tensión ante determinados problemas e incluso triunfos claros de los Estados laicos como cuando se disuelve la Compañía de Jesús en 1773.
Clemente XIII (1730-1740) adoptó medidas importantes en este terreno: atención a los transportes y comunicaciones, agricultura y comercio. Se firmó un acuerdo comercial con el Imperio. Se creó el puerto franco de Ancona (1732) para intensificar los intercambios en el Adriático, construcción de un canal para la navegación del Po e intentos de hacer navegable el Tíber. Grandes obras públicas (caminos, puertos y canales). Esta política económica fue acompañada de una política de difusión de la cultura. El estallido de la Guerra de Sucesión polaca interrumpió el proceso reformador al aparecer en su territorio ejércitos extranjeros que gravaron a la población con impuestos, espolios de bienes y reclutamientos forzosos, lo que provocó un enorme descontento que explotó en sublevaciones y tumultos. Benedicto (1740-1758), personaje muy culto, especialista en Derecho Canónico, y una de las figuras más sobresalientes de la época, prosigue la obra reformadora del anterior: mejoras urbanísticas y administrativas; unificación y saneamiento de los oficios de Tesorería, Hacienda y Contabilidad; adopción del libre comercio de los granos; política de obras públicas (saneamiento y desecación de pantanos en zonas infectadas de paludismo), saneamiento de la moneda, etc. Pero sería sobre todo Pío VI (1775-1796) el que llevó a cabo una obra de verdadera renovación en el campo agrícola y financiero: saneamiento del Pontino palúdico; realización de un catastro (1775) para obligar a pagar a los propietarios de tierras; reforma tributaria que preveía la supresión de inmunidad fiscal de los grupos privilegiados y la introducción de un impuesto general para toda la población (no llegó a hacerse por la resistencia que levantó); abolición de las aduanas y peajes internos en 1793 y adopción del libre comercio.